lunes, 23 de noviembre de 2009

El verdadero clientelismo

La asignación universal por hijo reavivó el viejo debate sobre lo que es distribución del ingreso y lo que es clientelismo.

Ese binomio.

Pero la mayor operación clientelística de la historia tuvo lugar hace 18 años: la ley de convertibilidad.

El uno a uno.

Cumplió rigurosamente con los preceptos del clientelismo: favorecer a una clase en detrimento de otras a cambio de obtener su apoyo político.

En lo inmediato el poder clientelar obtuvo la anuencia de dicha clase para la entrega de todo el patrimonio del Estado a manos privadas -jubilaciones, ferrocarriles, comunicaciones, energía, obras sanitarias, carreteras, todo lo que pudiera ser entregado- sin ninguna condición de cumplimiento de prestaciones y sin beneficios para las arcas del Estado.

En el medio plazo, obtuvo la tolerancia a los actos de gigantesca corrupción que conllevó dicha entrega.

Fue todo pérdida: se destruyó el Estado, se destruyó el tejido industrial, se destruyó el tejido social.

Y todo este acto de destrucción pura, a cambio de una prestación exclusiva para esa clase: un peso, un dólar.

Sus punteros: Los Neustadt, Grondonas, Tinellis, y la rama femenina, las reinas de la silicona, tan protagonistas hoy.

Y nada de esto se hizo en secreto: la clase favorecida estuvo perfectamente al tanto todo el tiempo de lo que ocurría.

Contempló impávida como los servicios públicos, la educación y la sanidad pública se derrumbaban sin una protesta.

Y la confirmación de su actitud clientelar fue que la fuerza política que se presentó como alternativa al menemismo en el 99 lo hizo con el compromiso de que el 1 a 1 no se tocaría, por más que todos los indicadores económicos demostraran que la continuidad del modelo profundizaría la desgracia de los eslabones más débiles de la sociedad hasta límites nunca vistos hasta el momento.

Y lo nunca visto fue viéndose, una y otra vez hasta el 2003.

Clientelismo en estado puro: comprar a una parte de la sociedad a cambio de la libertad de expolio y de la impunidad, esa vieja conocida.

Y ahora esa clase está enojada: en los 90 entregaron su alma a cambio de que este país fuera suyo; los que en ese entonces sobraban fueron expulsados a las tinieblas sociales y no deben volver.

Los derechos humanos también son suyos: con la expulsión los otros perdieron su humanidad y con ella sus derechos. Como ya habían expresado años antes: Ellos son derechos y humanos.

Quizás cualquier interlocución con esta clase sea una pérdida de tiempo.

Quizás se merezcan que, para darles el (dis)gusto, los Jumbos y Carrefours, donde ellos se nutren, les aumenten los precios al doble de lo que dice su denostado Indec.

Quizás se merezcan ser espiados y estafados por los empresarios a los que eligen como líderes.

Quizás no podamos evitar que sean engañados y soliviantados por los descendientes de los apropiadores de tierras de pueblos originarios y asesinos del pueblo paraguayo, y por los presuntos apropiadores de nietos de nuestra plaza.

En definitiva, quizás no logremos que dejen de revolcarse en su propia hiel, protagonizando aquella maldición judía que dice: "te deseo que seas afortunado, y que nunca te des cuenta".

No juguemos más a ese juego sin reglas al que ellos se acostumbraron a jugar.

El nuestro -nuestro juego- es (re)construir, poco a poco,lo destruído como consecuencia del (verdadero) clientelismo, y de sus antecedentes de años de proscripciones y dictadura:

Una Justicia a prueba de impunidades.

Una Educación y una Sanidad que igualen las oportunidades.

Un sistema de protección social que asegure a nuestros hijos y a nuestros mayores.

Unos medios de comunicación en verdadera libertad.


No los miremos más. Cada minuto que destinemos a corresponder a su enojo es tiempo perdido, y no es nuestro tiempo, es el de nuestros hijos, incluso el de los suyos.

No los miremos más.

Y quizás entonces algunos de ellos despierten, y quieran, por fin, vivir con nosotros en nuestro país.