miércoles, 16 de septiembre de 2009

¿ES POSIBLE (Y DESEABLE) LA UNIDAD DEL CAMPO POPULAR?

¿La dispersión y debilidad del campo popular son una desgracia a la que nos llevó la derrota de los años setenta? ¿Es posible superarlas y volver a tener un poderoso movimiento que pueda ser la base social que un Proyecto Nacional necesita para desarrollarse y profundizarse?
Estas dos cuestiones (y similares) nos han desvelado en los últimos treinta años. De su resolución depende lo que creemos es el futuro y, como contrapartida, su no resolución sólo pueda acarrear un retroceso en el actual proceso político.
¿Esto es así? Para aportar una mirada más -sin pretensiones teóricas-, propongo analizar un par de hipótesis:
1) la dispersión del campo popular es una característica estructural que parte de una derrota, pero que se ha construido colectivamente en términos de identidades múltiples; y

2) el factor dinámico de la sociedad continúa siendo el peronismo, entendiéndolo como una cultura particular; de su recreación y desarrollo depende en gran medida la unidad del campo popular.

La dispersión y las identidades como característica estructural
Respondo a la primera cuestión: no es una desgracia y puede ser un punto de fortaleza a tener en cuenta.
La derrota comienza en el ’75 con el “rodrigazo”, la represión para-estatal de las 3 A y se incrementa exponencialmente con la dictadura militar. Para entonces, ya se notaba que la militancia política tenía dos versiones que corrían paralelas: la abnegada y conciente (en términos de “conciencia de clase” marxista), ideológica, de todo terreno y como forma de vida; y la otra, que aspiraba a una “carrera política” y la ocupación de espacios en el aparato político estatal, antes que el trabajo de base. Ambas aparecían mezcladas, con preponderancia de la primera sobre la segunda, fortalecida por un movimiento de masas en auge desde mediados de los sesentas y que tuvo sus picos máximos en el Cordobazo (jalonado por el programa de Huerta Grande, La Falda, el Rosariazo) y la movilización por la vuelta de Perón tras dieciocho años de exilio.
La dictadura golpeó bajo la línea de flotación, es decir, no solo tuvo en la mira a las organizaciones armadas -cuya actividad había declinado antes del ’75- sino que se ensañó particularmente en el jóven movimiento sindical de las comisiones internas de fábricas (la “guerrilla fabril” de la que hablaba Ricardo Balbín, en tren de recordar complicidades), el movimiento villero y estudiantil. Una poda al ras de la militancia.

La refundación democrática del ’83 respiró los aires globales del neoliberalismo que proclamaba la supremacía de los valores individuales, liquidando la concepción de la construcción colectiva, la solidaridad, la política. Apareció en escena la “centro izquierda” -y su hermana gemela, la “centro derecha”- y la idea del “tercer partido”, para terminar con el bipartidismo y la “vieja política”.

A medida que muchos ex izquierdistas, ex peronistas, ex jóvenes se integraban al sistema institucional y la democracia iba consolidándose, la idea de una “carrera política” desplazó a la militancia de base. El trabajo territorial se convertía en subsidiario de las candidaturas y promotor de nuevas clientelas. Este manejo conservador de la política no era nuevo, en realidad es uno de los puntales de la cultura política desde Alsina y Mitre para acá, pero lo alarmante es que en ese momento fue ganando a sectores de compañeros que antes lo rechazaban. Locuras de juventud que habían salido muy mal, adaptación al nuevo escenario que disimulaba el hecho de que la militancia se convertía en un trabajo rentado. Y sucede que en el capitalismo, todo trabajo tiene patrones.

El menemismo fue el crisol que tranformaba el metal precioso en estiércol (el oro en mierda, para ser fino). Todo planteo de ideas que remitiera al trabajo de base para la promoción social era haberse “quedado en el 45”. La crisis indetenible hacía el otro trabajo: exclusión social y material, destrucción de al menos dos generaciones alienándolas del trabajo, la educación y condenándolas al hambre. Concluía la tarea que políticamente no había podido realizar la Dictadura.

En ese momento, comenzaron a sacar la cabeza los reagrupamientos militantes desde abajo: piquetes, trabajo social, economía social, agrupaciones políticas mini locales. Todos al margen de los partidos políticos que ya no representaban ni contenían. Al calor de la lucha por la supervivencia y el cumplimiento de tareas de las que el Estado se había corrido, fueron forjando identidades y solidaridades que, si bien en muchos casos reconocen sus orígenes en los sesentas y setentas, se construyeron contra culturalmente como producto de una época signada por el neoliberalismo.

La pérdida de referencia política por el no reconocimiento de los problemas derivados de la exclusión social por parte de los partidos tradicionales, sumada a la inexistencia de liderazgos posibles -que fueron destruidos con la pérdida de una valiosa generación política por el terrorismo de Estado-, fueron dos elementos que muy posiblemente hayan hecho de la dispersión y la proliferación de agrupamientos una estrategia que el campo popular ensayó, primero para sobrevivir, y después para hacer su reaparición en la escena nacional.

Múltiple, aparentemente inorganizable y caótico, invisible para la sociedad acostumbrada a las dicotomías propias del mundo bipolar, el movimiento popular fue ganando en experiencia en el marco de la etapa democrática de los ochentas y noventas. La gran explosión fue, sin dudas, el 2001 pero no por los hechos puntuales (saqueos, caída de un presidente elegido, imposibilidad de consolidar un ejecutivo legitimado), sino como el punto de inflexión de un proceso nuevo. La salida de compromiso fue la regencia de Duhalde, pero el producto real -hasta ahora- son los gobiernos kirchneristas.

Si dejamos de observar el fenómeno a la luz de la ausencia de una unidad monolítica, tanto en lo organizativo como en el terreno ideológico, sino como el “factor subjetivo” en construcción, podremos valorar el enorme conglomerado de tolderías dispersas -no aisladas- que ocupan efectivamente el territorio. Se trata de cambiar una visión “imperial” (como aquel “imperio socialista de los Incas”) por nuestros más propios cacicazgos mapuches que, dispersión mediante, resistieron casi cuatrocientos años la ocupación colonial blanca. El problema a dilucidar entonces, es cómo pasar de la resistencia a la acción propositiva (y revolucionaria) con éxito.


El peronismo como cultura

Cuando promediando los noventas, veía desfilar hacia la Plaza de Mayo las columnas piqueteras, pocas dudas quedaban de que se trataba de la base social del peronismo encabezada en ese momento por formaciones de izquierda. Es más, aparecía en escena una camada nueva con una fuerte impronta peronista, pero desprovista de formación e información política. El arrasamiento de la cultura del trabajo había operado a su vez como tsunami de la política y la experiencia sindical.

Poco a poco -y mucho más cuando Néstor Kirchner se hizo cargo del gobierno ardiente en el 2003-, ese peronismo “subsuelo” de una patria doblegada comenzó un lento desarrollo. No se trataba de las formas políticas, pero si de prácticas aprendidas en los barrios por la tradición peronista más genuina (muy parecida a la orfandad del período post ’55 aunque sin una CGT que encarnara la doble representación, política y gremial).

Lejos del PJ y de la mercantilización de la política (lejos, pero no separados como si se tratara de polos antagónicos), el peronismo fue asumiendo socialmente rasgos culturales, de tradiciones y prácticas ligadas a lo real y temporariamente divorciadas de la conceptualización y la formación de cuadros.

Ese peronismo cultural guarda aún el dinamismo del movimiento que irrumpió un 17 de octubre de hace muchos años y es por eso que su recuperación del colonialismo neoliberal es esencial para nuclear un nuevo campo popular en la Argentina.

Lo dicho no pretende ser excluyente, y todos sabemos que hay porciones del campo popular que no son, no serán y no tienen por qué ser peronistas. Hablo del peronismo como fenómeno persistente y dinámico, sin que implique que sea el único factor a tener en cuenta, pero si el más importante.


¿Y la tesis para la síntesis?


Analizadas sumariamente las dos hipótesis, queda el difícil camino de decir algo más. Ese “algo más” pertenece al debate y a la acción colectivos, se nutre de cada experiencia de lucha y organización, depende de cada coyuntura.

La síntesis entre la participación en el aparato estatal, la debida formación de los cuadros y el trabajo territorial de base también tiene que ver con una actitud cultural que toca a cada militante. Es el tema planteado por Perón en “Conducción Política” sobre los predicadores y los hacedores y también el concepto de “praxis” marxista, que une dialécticamente la teoría con la práctica. No se trata de elegir entre ser “estrellita mía” en el cotillón de la Feria de las Vanidades de la política tradicional, como tampoco de encerrarse en un oscuro “basismo” de elegidos flagelantes. La cosa suele ser más simple.

Necesitamos a esos “muchos” que hagan “poco” y, al calor de las identidades y la actividad concreta ir tejiendo la unidad de este campo popular del siglo XXI, que acumula mucho sufrimiento, mucha historia, mucha experiencia y más de una victoria demoledora.

Gabriel Ginepro